domingo, 3 de abril de 2016

Réquiem por un soldado

Hace frío, no importa la estación del año, siempre hace frío. Las noches ya no son oscuras, las bengalas impiden contemplar la constelación de Orión, mi preferida. Camino como un fantasma por el corredor de la muerte hecho de arena y fango, su paredes están decoradas con borrosas imágenes de familiares casi ya olvidados. Mis botas se hunden en el barro, el mismo que tragaremos al caer. Contemplo a ambos lados del recorrido siempre bidireccional, rostros que dibujan la inminente transición hacia la muerte.
El momento ha llegado. Cojo mi fusil con manos temblorosas y lo pego a mi cuerpo como un escudo romano. El silvato del capitán da la orden y me lanzo a campo abierto. Las balas enemigas intentan hacer "diana" pero no hay suerte, aún sigo en pie. Tropiezo una y otra vez con los cadáveres que me impiden avanzar, algunos de ellos se aferran a la vida sosteniendo sus propios oŕganos. Mi fusil ha agotado los priyectiles y el escudo cae de mi mente.
Miro alrededor y ya no veo vida, todos han muerto y el sonido de mi corazón es lo único que escucho. Mis rodiĺlas se doblegan ante la evidencia, un gesto de reverencia al Rey Muerte. Ya está aquí, penetra en mi cuerpo, siento su desgarrador calor que me atraviesa el pecho. El sabor de mi sangre empapa mi lengua y otra bala me alcanza un costado. Caigo para respirar mi último aliento. Ya no siento frío y Orión cierra mis párpados.
Norte de Francia, 1917.
Desirée