sábado, 31 de enero de 2015

Proximus

Era la última de una selecta lista de científicos que se habían unido a la base de investigación española en la Antártida, en isla Livingston. Tras varios días de viaje en el Buque de Investigación Oceanográfico Hespérides, donde las fuertes corrientes marinas nos habían desplazado de la ruta habitual, llegamos a la isla con dos días de retraso. 

En el minúsculo camarote donde me alojé durante mi corta estancia, aún se encontraba la maleta a medio deshacer quizás debido en parte, a la negación de mi subconsciente de abandonar Madrid precipitadamente. Sólo una semana antes me encontraba en la sala de conferencias de un prestigioso hotel de la capital, defendiendo mi candidatura para obtener una beca como bióloga marina en la base Livingston. Los resultados de dos años de esfuerzo darían su verdadera cara ante el comité de selección que aguarda deseoso experimentar la gravedad de la guillotina al caer sobre su próxima víctima. Los cadáveres de mis contrincantes se agolpaban en la recepción de hotel, cuyos rostros no se manifestaban nada halagüeños. En un instante, me vi engrosando nuevamente la cola del paro juvenil y solicitando una vez más a la funcionaria de turno que volviera a  inscribirme en la próxima investigación gubernamental.

La gran línea blanca que se dibujaba en el horizonte azul un día antes de nuestra llegada, se había transformado en una enorme extensión helada de 15 grados bajo cero. Comencé poco a poco a experimentar la cruda realidad que me esperaba para los próximos seis meses de aislamiento. Un jeep viejo y destartalado me recogió en el pequeño puerto de la isla para llevarme directamente a la base. Durante el trayecto el conductor de vehículo, no desaprovechó ni un segundo para interrogarme sobre las últimas novedades que reinaban en la gran urbe de Madrid. Era pues obvio, que la incomunicación que se respiraba en aquel lugar, estaba tan arraigada como los desiertos de hielo que se extendían por todas direcciones.

La bandera española ondeaba tímidamente sobre la base y en su exterior, se podía apreciar los típicos preparativos de inicio de una nueva temporada de investigación. Los miembros aún se encontraban organizando la asignación de tiendas  y horarios de trabajo para los equipos científicos. Mi bienvenida brilló por su ausencia aunque era de esperar; una becaria mocosa recién salida de horno universitario no despertaba mucho interés más que para ser la chica del café de algunos lobos solitarios que había dedicado décadas a la investigación. Tras este primer análisis de la realidad que me rodeaba di por sentado que la edad y los años de experiencia marcaban el rango para la adjudicación de las tiendas.

Al amanecer de que cada día, me desplazaba a diferentes zonas de la costa para extraer muestras y analizar los posibles restos biológicos, en el laboratorio de la base. Tras varias semanas de exploración, diversos kilos de sedimentos y rocas se agolpaban en el almacén de muestras sin hallar nada lo suficientemente relevante  que destacara de las gráficas y estadísticas que investigadores anteriores de la isla, habían indicado en su estudios. Una mañana, inusualmente soleada, al llegar a un área de escasa exploración, observé una pequeña roca de unos 20 centímetros de tamaño, cuya textura de su superficie apuntaba la posibilidad de ostentar restos fosilizados.

Después de varias horas de análisis en el laboratorio descubrí residuos biológicos utilizando el microscopio electrónico de barrido, la niña bonita de cualquier científico. Una de las características destacadas del aparato, es su alta resolución de imagen facilitando un amplio campo de observación. Las células encontradas en el fósil no presentaban actividad ninguna, pero sí conservaban su morfología intacta. Las células, que son las estructuras más pequeñas que pueden sobrevivir por sí mismas en un medio, parecían poseer una mayor complejidad de átomos de carbono, hidrógeno, oxígeno, nitrógeno, azufre y fósforo, inusual en una célula ordinaria. Dichos átomos, en condiciones normales, se unen formando moléculas vivas que pueden alcanzar una estructura unicelular capaz de acoplarse con otras células y formar organismos completos, como pueden ser órganos, tejidos, etc. Pues bien, la cantidad de átomos era desproporcional comparada con una célula corriente que se desarrolla con normalidad en un hábitat como la Tierra. La única explicación coherente era que el procedimiento de su análisis estaba siendo erróneo. Que una célula con esas características ser hubiera adaptado a nuestro medio natural, sería poner patas arriba la teoría de la evolución de las especies de Darwin.

Tras realizarse la prueba del carbono 14, método para averiguar la antigüedad del fósil, se determinó que tenía aproximadamente 65 millones de años, último periodo de la Era Mesozoica o conocida por la era de los grandes reptiles o dinosaurios. La complejidad de dichas células sólo se podrían dar en seres inteligentes y las formas de vida de aquel primitivo periodo no albergan animales con semejante grado de evolución. ¿Qué estaba sucediendo? Más de doscientos años de investigación biológica quedarían apartados de un manotazo si lo que tenía ante mí fuera el resultado de un salto evolutivo independiente al nuestro. La línea de investigación que estaba llevando a cabo no me aclaraba en absoluto mis dudas sobre el origen del fósil, debía ir más lejos. Basándome en los resultados de su antigüedad, sabía que por aquel periodo sucedió un acontecimiento apocalíptico que condujo a los dinosaurios a su extinción masiva. El descubrimiento en los años ochenta de un enorme cráter cuyo diámetro marcaba una extensión de casi doscientos kilómetros, fue provocado por un colosal asteroide que impactó cerca del Golfo de México. La desaparición de los reptiles gigantes se consumó en menos de un año, junto con el 90 por ciento de la vegetación del momento.

De algún modo, debía relacionar dicho desastre con el fósil encontrado. Pero ¿cómo podía justificar la evolución de los restos celulares hallados tras el impacto del asteroide?
Regresé a Madrid tras finalizar mi beca y sin resultados aclaratorios, la investigación se canceló por falta de financiación, según el departamento de biología de mi universidad. Resultaba un tanto extraño, no sólo el hecho de que no se prestara ninguna atención de aquel fósil, sino también la cortina de humo que comenzaba a nublar el destino del mismo. La burbuja conspiranoica del departamento de biología estalló cuando el propio rector de la universidad, tras una charla altamente cargada de patriotismo, me invitó amablemente a que le entregara todos los datos que había almacenado durante mi investigación en la isla y recordándome a su vez, que el documento de confidencialidad que había firmado previamente a mi viaje al ártico, era una prueba sustancial condenatoria si decidiera vender al mejor postor la información como si se tratara de una vulgar mercenaria.

Esta cadena de acontecimientos sólo era la punta de un iceberg muy opaco que desde luego no pretendía ignorar después de haber dedicado mis últimos seis meses de esfuerzo bajo condiciones infrahumanas. Decidí averiguar en solitario qué o quienes encubrían este hallazgo que podría cambiar la historia de la evolución de la vida de nuestro planeta. La documentación fue entregada al rector pero sin antes haber realizado una copia de todo. Hasta el momento, lo único que estaba claro era que las células halladas en el fósil, contenían un alto porcentaje de átomos que no podían explicarse en nuestra biosfera y tampoco en aquel fatídico asteroide, ya que en el momento de su impacto, se volatilizó absolutamente todo en un radio de cuatrocientos kilómetros. Por lo tanto el fósil se hubiera desintegrado.

El olor pútrido que emanaba de una red de alcantarillado cercano, me hizo despertar en un lugar totalmente desconocido para mí. La habitación sin ventanas donde me encontraba, tenía un aspecto sospechoso de sala de interrogaciones, que alguna organización secreta había estado utilizando por las huellas estampadas en las paredes. Sentí un fuerte dolor de cabeza causado por un golpe intencionado que probablemente recibí estando en mi apartamento. Una mujer vestida de ejecutiva de unos cincuenta años, se encontraba al otro extremo de la habitación presentándose como agente especial CIA, agencia central de inteligencia  de los Estados Unidos. Hablaba el idioma castellano a la perfección y me indicó que en breve iba a ser trasladada a Suramérica a unas instalaciones del gobierno norteamericano. Estaban esperando a que la administración española, les facilitara un pasaporte para poder viajar con total legalidad. La mujer no mostró ninguna colaboración por su parte a pesar de mi insistes preguntas sobre si tenía relación mi detención con el hallazgo del fósil.

Puerto Rico era mi próximo e intrigante destino. Cuando nos estábamos aproximando a las instalaciones altamente protegidas, por fin comencé a ver luz al final del túnel. Se trataba de la base de investigación que la NASA había estado patrocinando durante décadas para el programa SETI, búsqueda de inteligencia extraterrestre. Una vez traspasado varios controles de seguridad y ser grabada por multitud de cámaras de vigilancia, un grupo de investigadores de la NASA y varios miembros del gobierno norteamericano, me informaron que el fósil hallado en las costas árticas eran restos de un ser inteligente que había estado sobre la superficie de la Tierra en el momento del impacto de asteroide y que probablemente, se trataba de un único ejemplar de su especie. La teoría más acertada fue que dicha especie inteligente, proveniente de otra galaxia, estuvo recogiendo muestras en nuestro planeta lleno de vida poco antes del impacto. Predijeron la posibilidad de que dicho asteroide acabara con la vida total de la Tierra y no dudaron en llevase especímenes antes del desastre.

¡Vaya pensé! Parecía irónico creer que el fósil encontrado era un científico como yo, pero extraterrestre. Sus congéneres debieron olvidarse de este individuo en el momento del Armagedón, quedando petrificado al instante. Pero ¿cómo podían haber descubierto la NASA tanta información de mi fósil en tampoco tiempo? Por lo visto, no fue el único hallado, hubo más y todos del mismo sujeto. Entonces, si supuestamente estos seres intergalácticos se llevaron muestras biológicas de nuestro mundo, cabe la posibilidad que parte de nuestro ADN se encuentre por ahí perdido en el universo.

Esta última conjetura teórica despertó nerviosismo en algunos miembros que me rodeaban. Tras varios minutos de comentarios acalorados, me condujeron a otra estancia del edificio mucho más restringida. Una vez allí comentaron que hacía pocos años una señal inteligente, proveniente de una distancia de aproximadamente 4 años luz, en el sistema estelar Alfa Centauri, fue interceptada por SETI con gran amplitud de ondas de radio. Se trataba de unos seres inteligentes con una evolución tecnológica parecida a la nuestra, es más, y de aspecto casi idéntico a nuestro. Su información genética nos la enviaron a través de la señal y dedujimos que los seres que visitaron nuestro planeta hace 65 millones de años, dejaron las muestras de la Tierra en dicho sistema,  evolucionando paralelamente a nuestra especie. Ahora nuestros parientes galácticos desean compartir su existencia con nosotros y hasta que no estemos preparados debemos ser prudentes.

Era noche despejada en Madrid, y los niveles de contaminación habían marcado valores bajos durante todo el día. Desembalé mi nuevo telescopio, y busqué la ubicación de Alfa Centauri, en la constelación de Centauro, imaginándome que alguien parecido a mí estaba también observando y sonreí.  

Desirée