Era la última de una selecta lista de científicos
que se habían unido a la base de investigación española en la Antártida, en isla
Livingston. Tras varios días de viaje en el Buque de Investigación
Oceanográfico Hespérides, donde las fuertes corrientes marinas nos habían
desplazado de la ruta habitual, llegamos a la isla con dos días de retraso.
En
el minúsculo camarote donde me alojé durante mi corta estancia, aún se
encontraba la maleta a medio deshacer quizás debido en parte, a la negación de
mi subconsciente de abandonar Madrid precipitadamente. Sólo una semana antes me
encontraba en la sala de conferencias de un prestigioso hotel de la capital,
defendiendo mi candidatura para obtener una beca como bióloga marina en la base
Livingston. Los resultados de dos años de esfuerzo darían su verdadera cara
ante el comité de selección que aguarda deseoso experimentar la gravedad de la
guillotina al caer sobre su próxima víctima. Los cadáveres de mis contrincantes
se agolpaban en la recepción de hotel, cuyos rostros no se manifestaban nada
halagüeños. En un instante, me vi engrosando nuevamente la cola del paro
juvenil y solicitando una vez más a la funcionaria de turno que volviera a inscribirme en la próxima investigación
gubernamental.
La gran línea blanca que se dibujaba en el
horizonte azul un día antes de nuestra llegada, se había transformado en una
enorme extensión helada de 15 grados bajo cero. Comencé poco a poco a
experimentar la cruda realidad que me esperaba para los próximos seis meses de
aislamiento. Un jeep viejo y destartalado me recogió en el pequeño puerto de la
isla para llevarme directamente a la base. Durante el trayecto el conductor de
vehículo, no desaprovechó ni un segundo para interrogarme sobre las últimas
novedades que reinaban en la gran urbe de Madrid. Era pues obvio, que la incomunicación
que se respiraba en aquel lugar, estaba tan arraigada como los desiertos de hielo
que se extendían por todas direcciones.
La bandera española ondeaba tímidamente sobre la base y en su exterior, se podía apreciar los típicos preparativos de inicio de una nueva temporada de investigación. Los miembros aún se encontraban organizando la asignación de tiendas y horarios de trabajo para los equipos científicos. Mi bienvenida brilló por su ausencia aunque era de esperar; una becaria mocosa recién salida de horno universitario no despertaba mucho interés más que para ser la chica del café de algunos lobos solitarios que había dedicado décadas a la investigación. Tras este primer análisis de la realidad que me rodeaba di por sentado que la edad y los años de experiencia marcaban el rango para la adjudicación de las tiendas.
Al amanecer de que cada día, me desplazaba a diferentes zonas de la costa para extraer muestras y analizar los posibles restos biológicos, en el laboratorio de la base. Tras varias semanas de exploración, diversos kilos de sedimentos y rocas se agolpaban en el almacén de muestras sin hallar nada lo suficientemente relevante que destacara de las gráficas y estadísticas que investigadores anteriores de la isla, habían indicado en su estudios. Una mañana, inusualmente soleada, al llegar a un área de escasa exploración, observé una pequeña roca de unos 20 centímetros de tamaño, cuya textura de su superficie apuntaba la posibilidad de ostentar restos fosilizados.
Después de varias horas de análisis en el laboratorio descubrí residuos biológicos utilizando el microscopio electrónico de barrido, la niña bonita de cualquier científico. Una de las características destacadas del aparato, es su alta resolución de imagen facilitando un amplio campo de observación. Las células encontradas en el fósil no presentaban actividad ninguna, pero sí conservaban su morfología intacta. Las células, que son las estructuras más pequeñas que pueden sobrevivir por sí mismas en un medio, parecían poseer una mayor complejidad de átomos de carbono, hidrógeno, oxígeno, nitrógeno, azufre y fósforo, inusual en una célula ordinaria. Dichos átomos, en condiciones normales, se unen formando moléculas vivas que pueden alcanzar una estructura unicelular capaz de acoplarse con otras células y formar organismos completos, como pueden ser órganos, tejidos, etc. Pues bien, la cantidad de átomos era desproporcional comparada con una célula corriente que se desarrolla con normalidad en un hábitat como la Tierra. La única explicación coherente era que el procedimiento de su análisis estaba siendo erróneo. Que una célula con esas características ser hubiera adaptado a nuestro medio natural, sería poner patas arriba la teoría de la evolución de las especies de Darwin.
Tras realizarse la prueba del carbono 14, método
para averiguar la antigüedad del fósil, se determinó que tenía aproximadamente
65 millones de años, último periodo de la Era Mesozoica o conocida por la era
de los grandes reptiles o dinosaurios. La complejidad de dichas células sólo se
podrían dar en seres inteligentes y las formas de vida de aquel primitivo
periodo no albergan animales con semejante grado de evolución. ¿Qué estaba
sucediendo? Más de doscientos años de investigación biológica quedarían
apartados de un manotazo si lo que tenía ante mí fuera el resultado de un salto
evolutivo independiente al nuestro. La línea de investigación que estaba
llevando a cabo no me aclaraba en absoluto mis dudas sobre el origen del fósil,
debía ir más lejos. Basándome en los resultados de su antigüedad, sabía que por
aquel periodo sucedió un acontecimiento apocalíptico que condujo a los
dinosaurios a su extinción masiva. El descubrimiento en los años ochenta de un
enorme cráter cuyo diámetro marcaba una extensión de casi doscientos kilómetros,
fue provocado por un colosal asteroide que impactó cerca del Golfo de México. La
desaparición de los reptiles gigantes se consumó en menos de un año, junto con
el 90 por ciento de la vegetación del momento.
De algún modo, debía relacionar dicho desastre con
el fósil encontrado. Pero ¿cómo podía justificar la evolución de los restos
celulares hallados tras el impacto del asteroide?
Regresé a Madrid tras finalizar mi beca y sin
resultados aclaratorios, la investigación se canceló por falta de financiación,
según el departamento de biología de mi universidad. Resultaba un tanto
extraño, no sólo el hecho de que no se prestara ninguna atención de aquel fósil,
sino también la cortina de humo que comenzaba a nublar el destino del mismo. La
burbuja conspiranoica del departamento de biología estalló cuando el propio
rector de la universidad, tras una charla altamente cargada de patriotismo, me
invitó amablemente a que le entregara todos los datos que había almacenado
durante mi investigación en la isla y recordándome a su vez, que el documento
de confidencialidad que había firmado previamente a mi viaje al ártico, era una
prueba sustancial condenatoria si decidiera vender al mejor postor la
información como si se tratara de una vulgar mercenaria.
Esta cadena de acontecimientos sólo era la punta de
un iceberg muy opaco que desde luego no pretendía ignorar después de haber
dedicado mis últimos seis meses de esfuerzo bajo condiciones infrahumanas.
Decidí averiguar en solitario qué o quienes encubrían este hallazgo que podría
cambiar la historia de la evolución de la vida de nuestro planeta. La
documentación fue entregada al rector pero sin antes haber realizado una copia
de todo. Hasta el momento, lo único que estaba claro era que las células halladas
en el fósil, contenían un alto porcentaje de átomos que no podían explicarse en
nuestra biosfera y tampoco en aquel fatídico asteroide, ya que en el momento de
su impacto, se volatilizó absolutamente todo en un radio de cuatrocientos
kilómetros. Por lo tanto el fósil se hubiera desintegrado.
El olor pútrido que emanaba de una red de
alcantarillado cercano, me hizo despertar en un lugar totalmente desconocido
para mí. La habitación sin ventanas donde me encontraba, tenía un aspecto
sospechoso de sala de interrogaciones, que alguna organización secreta había
estado utilizando por las huellas estampadas en las paredes. Sentí un fuerte
dolor de cabeza causado por un golpe intencionado que probablemente recibí
estando en mi apartamento. Una mujer vestida de ejecutiva de unos cincuenta
años, se encontraba al otro extremo de la habitación presentándose como agente
especial CIA, agencia central de inteligencia
de los Estados Unidos. Hablaba el idioma castellano a la perfección y me
indicó que en breve iba a ser trasladada a Suramérica a unas instalaciones del
gobierno norteamericano. Estaban esperando a que la administración española,
les facilitara un pasaporte para poder viajar con total legalidad. La mujer no
mostró ninguna colaboración por su parte a pesar de mi insistes preguntas sobre
si tenía relación mi detención con el hallazgo del fósil.
Puerto Rico era mi próximo e intrigante destino. Cuando nos estábamos aproximando a las instalaciones altamente protegidas, por fin comencé a ver luz al final del túnel. Se trataba de la base de investigación que la NASA había estado patrocinando durante décadas para el programa SETI, búsqueda de inteligencia extraterrestre. Una vez traspasado varios controles de seguridad y ser grabada por multitud de cámaras de vigilancia, un grupo de investigadores de la NASA y varios miembros del gobierno norteamericano, me informaron que el fósil hallado en las costas árticas eran restos de un ser inteligente que había estado sobre la superficie de la Tierra en el momento del impacto de asteroide y que probablemente, se trataba de un único ejemplar de su especie. La teoría más acertada fue que dicha especie inteligente, proveniente de otra galaxia, estuvo recogiendo muestras en nuestro planeta lleno de vida poco antes del impacto. Predijeron la posibilidad de que dicho asteroide acabara con la vida total de la Tierra y no dudaron en llevase especímenes antes del desastre.
¡Vaya pensé! Parecía irónico creer que el fósil encontrado
era un científico como yo, pero extraterrestre. Sus congéneres debieron
olvidarse de este individuo en el momento del Armagedón, quedando petrificado
al instante. Pero ¿cómo podían haber descubierto la NASA tanta información de
mi fósil en tampoco tiempo? Por lo visto, no fue el único hallado, hubo más y
todos del mismo sujeto. Entonces, si supuestamente estos seres intergalácticos
se llevaron muestras biológicas de nuestro mundo, cabe la posibilidad que parte
de nuestro ADN se encuentre por ahí perdido en el universo.
Esta última conjetura teórica despertó nerviosismo en
algunos miembros que me rodeaban. Tras varios minutos de comentarios acalorados,
me condujeron a otra estancia del edificio mucho más restringida. Una vez allí
comentaron que hacía pocos años una señal inteligente, proveniente de una
distancia de aproximadamente 4 años luz, en el sistema estelar Alfa Centauri,
fue interceptada por SETI con gran amplitud de ondas de radio. Se trataba de unos
seres inteligentes con una evolución tecnológica parecida a la nuestra, es más,
y de aspecto casi idéntico a nuestro. Su información genética nos la enviaron a
través de la señal y dedujimos que los seres que visitaron nuestro planeta hace
65 millones de años, dejaron las muestras de la Tierra en dicho sistema, evolucionando paralelamente a nuestra
especie. Ahora nuestros parientes galácticos desean compartir su existencia con
nosotros y hasta que no estemos preparados debemos ser prudentes.
Era noche despejada en Madrid, y los niveles de
contaminación habían marcado valores bajos durante todo el día. Desembalé mi
nuevo telescopio, y busqué la ubicación de Alfa Centauri, en la constelación de
Centauro, imaginándome que alguien parecido a mí estaba también observando y
sonreí.
Desirée
Desirée
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