jueves, 31 de julio de 2014

MadriZ



Día 8

Las ratas desaparecieron tras una pequeña brecha en la pared del túnel. Huían a un nivel por debajo del nuestro, pero nosotras no pudimos seguirlas. Estaba oscuro, el móvil se había apagado, pero lo conservé como posible dispositivo de localizador en movimiento. Quizás con suerte, los militares captarían su señal e irían a rescatarnos.

Sobre nuestras cabezas, a varios metros penetraba un poco de luz. Palpé con mis manos las paredes de nuestro alrededor, hasta que me topé con una escalerilla adherida. Aupé a la pequeña en el primer peldaño, y le ordené que subiera por ella con cuidado hasta llegar al final. Los infectados estaban aún entretenidos liquidando al muchacho, y debíamos apresurarnos. Una vez en la superficie, me aseguré de no ponernos a la vista de algún infectado; la panorámica no mostraba signos de vida, aunque me llamó la atención ver un carro de combate militar dirigiéndose hacia el teatro real, por la calle Arenal. Era imposible que los infectados pudieran manejar semejante coloso, se necesitaba precisión y entrenamiento y ellos habían perdido su sistema locomotor.

Por precaución, nos ocultamos detrás del tanque y así nos despejaba el camino hasta el teatro. Un soldado, perfectamente uniformado, patrullaba alrededor del teatro con su fusil. No parecía defender el edificio, más bien vigilaba los accesos hacia el Palacio Real. Sus movimientos eran normales y no presentaba heridas sangrantes en su cuerpo. El carro continuó hacia palacio, y decidí acercarme al soldado, pero sin la pequeña.

-¡Socorro! ¿Me oye? Soy una superviviente, me acompaña una niña.
El soldado se quedó inmóvil tras escucharme. Estaba de espaldas, a unos diez metros, y no podía verle la cara. Pensé que con el ruido de carro no me habría escuchado y decidí aproximarme más. Se giró y pude ver que el músculo de su lengua sobresalía de su garganta seccionada. ¡No puede ser! Era un infectado, y parecía casi normal. El soldado alertó a los ocupantes del carro que dieron media vuelta para encaminarse hacia la posición de la pequeña. Grité que se apartara del camino, pero la niña desapareció bajo las reptantes ruedas del tanque, dejando su cuerpo aplastado sobre el asfalto.

El soldado golpeó mi cabeza con la culata de su fusil y caí al suelo medio inconsciente. Antes de que mi mente se nublara y perdiera el sentido, puede ver helicópteros en el cielo madrileño y figuras arrojándose desde ellos, entonces las luces se apagaron.

lunes, 28 de julio de 2014

MadriZ



Día 7

En el almacén todo estaba a oscuras. Los pequeños se aferraban a mi cuerpo con tanta fuerza que me impedía sacar el móvil para poder orientarme. Quedaba un 7% de batería, pero lo suficiente para ver que la niña estaba mojada por haberse orinado, cuando los infectados acabaron agónicamente con la vida de la joven; era probable que también lo hubiera visto.

Cientos de cajas se apilaban en grandes estanterías con una altura de unos cinco metros, y me preguntaba, cómo diablos íbamos a salir de allí. No había ventanas al exterior, toda la estancia era hermética, y parecía no haber más puertas. Los infectados no tardarían mucho en abrirla y no sé cómo pero me daba la impresión, que se estaban transformando en criaturas más organizadas. Durante las primeras horas del contagio, manifestaban gran violencia porque el virus ataca directamente al sistema neurológico y después, al sistema locomotor; de ahí su caótica orientación. Poseen una extraordinaria fuerza física y parece que no les afecte el dolor; a pesar de que a algunos individuos les falten las extremidades y órganos. En cambio, en su segunda fase de contaminación, su violencia se apacigua, caminan siguiendo pautas  y organizan los ataques a base gritos y gesticulaciones.

A los pocos minutos, los golpes cesaron. Seguramente buscarían otras formas de entrar. Los críos agotados, durmieron unos momentos mientras yo buscaba alternativas de escape, antes de que fuera demasiado tarde.
Hallé en el suelo una rendija metálica que comunicaba con un nivel inferior al nuestro. Era lo suficientemente ancha para que mi cuerpo se deslizara por la cavidad sin problemas; sólo tenía que desatornillar sus extremos.
Desperté a los pequeños que aún se sentían extenuados y los bajé uno a uno, anudando varios uniformes que encontré por el almacén.



El hueco conducía directamente a los túneles del alcantarillado de Madrid. Afortunadamente estaba señalizado con pequeñas chapas, aunque algo mohosas. El olor pútrido de los cadáveres por primera vez desapareció, no había cuerpos en este nivel, pero el ambiente estaba más húmedo por la confluencia de los desagües.
Caminamos hacia la Puerta del Sol, allí debía haber más salidas al exterior porque la zona se encontraba ligeramente más baja que Callao, y en caso de lluvia, tenía más riesgo de inundación.
La batería del móvil marcaba un 3% y era lo único que me quedaba para alumbrar; probablemente tanto la linterna como el mechero los había perdido en el auditorio con las embestidas a la mujer.

A los pocos metros de estar caminando escuchamos sonidos tras nosotros, los infectados nuevamente se las habían arreglado para seguirnos. Las ratas, los únicos animales que habíamos vistos vivos, nos adelantaban por los lados ignorando nuestra presencia, y eso era muy mala señal. Corrimos en la misma dirección que marcaban los roedores, y pensé; ¿quién mejor que estos mamíferos para saber por dónde van?

-¡Por aquí, señorita!-dijo el muchacho-Hay luz al final del túnel.
Nos encontrábamos en una bifurcación y pero las ratas no iban en ese sentido.
-¡No! Por ahí no. Confía en mí, debemos seguirlas.
Pero el chaval asustado no me escuchó y continuó sin darse cuenta que se marcaban sombras en movimientos, tapando intermitentemente la luz.

La niña comenzó a gritar y me imploraba con gestos que fuéramos a socorrerle, pero ya era demasiado tarde. Cogí con fuerza a la pequeña y corrimos hacia la oscuridad del túnel opuesto, mientras el móvil vibraba indicando que la batería se había agotado.

jueves, 24 de julio de 2014

MadriZ

Día 6

El amanecer llenó de luz el auditorio. La claridad penetró por las pequeñas ventanas y pudimos observar con más detalle, los resultados de la noche anterior. El rostro de la mujer a la que había matado estaba totalmente destrozado. Su nariz estaba hundida como la de un boxeador, la mayor parte de su dentadura se esparcía por el suelo, y parte de su masa cerebral brotaba por un lateral del cráneo. El resto de su cara estaba oculta bajo litros de sangre espesa.

Retiramos silenciosamente los enseres que bloqueaban la puerta de entrada al auditorio. Fuera no escuchamos movimientos, por lo que decidimos salir al exterior del edificio. Nos dirigimos hacia la Gran Vía y los cadáveres continuaban obstaculizando el paso; sobre todo por su insoportable hedor que causaba mareos y vómitos en la más pequeña del grupo.
Algunos cuerpos estaban cubiertos por panfletos informativos, y no eran los que había leído en el Paseo del Prado, éstos pertenecían a la OTAN. Informaban que la mayoría de los países de la unión europea, estaban restableciendo el orden y que el brote epidemiológico había cesado en su propagación al aislar poblaciones para su cuarentena. Continuaba dando instrucciones a los posibles supervivientes para su pronto rescate y que Madrid no sería arrasada, porque un equipo médico especializado debía localizar al paciente cero. Esta información fue arrojada vía aérea la noche anterior sin darnos cuenta; presumiblemente por aviones militares silenciosos. 

Un estridente sonido proveniente de mi mochila, paralizó al grupo. Sus rostros dibujaron pánico. El eco delataba nuestra posición. Se trataba de la alarma del móvil de la mujer a la que había abatido en el auditorio. Lo guardé porque aún conservaba un 15% de batería y serviría de localizador S.O.S. En cuestión de segundo, centenares de infectados aparecieron por todas partes. Corrimos hacia la única dirección despejada,  a Plaza Callao.
Por delante de mí, la joven anarquista tiraba de la niña y del chico, pero perdí de vista al joven de color. Un infectado lo había derribado unos metros por detrás. Se trataba del que había sido nuestro líder. Con sus propias manos abrió el estómago del joven y comenzó a comerse sus órganos aún estando vivo. Los gritos de dolor eran indescriptibles, no había precedentes a ese sonido.

El edificio comercial Fnac era nuestra única vía de escape.
-Espera por ahí no-gritó la joven tatuada- Mejor vamos a los almacenes, que son de acceso restringido. Conozco el camino, trabajé aquí unas navidades.
El chico me tradujo lo que decía y bajamos a la planta baja del edificio, la sección de electrónica. Al fondo había una puerta metálica pesada donde se estampaba la siguiente frase; “sólo personal autorizado” y en lugar de tener cerradura, tenía un pequeño cuadro numérico de seguridad.

-¡Mierda! Lo había olvidado. Esta puta mierda de seguridad-dijo la joven- Seguramente habrán cambiado el código. Vamos a los vestuarios, quizás en una taquilla algún imbécil habrá dejado su código.
Mientras el chico me indicaba, la muchacha probó suerte con su contraseña, pero saltó la luz roja.
Afortunadamente los vestuarios se encontraban próximos a nosotros. La chica comenzó a patalear todas las taquillas y fuimos una por una registrando su interior.
-¡Bingo!- dijo la joven.
En la puerta de una de ellas, un trabajador había anotado su código con rotulador negro. La chica lo memorizó y volvimos a prisa, pero había varios infectados justo en medio del recorrido hacia la puerta.
-¡Eh chico!-dijo la joven- Vamos hacer lo siguiente. Yo les distraigo y vosotros vais hacia la puerta. La mujer anotó el código en mi mano, cogió un portátil de una estantería y comenzó a golpearlo contra la pared. Los infectados reaccionaron al estruendo y por sus gestos, parecían muy molestos.

Picaron el anzuelo, y abrieron un estrecho pasillo, lo suficiente para llegar hasta el objetivo. Introduje el código y la puerta se abrió. Los pequeños entraron primero, y yo sostuve el portón para evitar que se cerrara. Tenía que comprobar que la muchacha lograra venir sana y salva sin que le infectaran; era un riesgo porque ella sabía el código.
La juventud y su buen estado físico, agotaban a los infectados que corrían sin descanso tras ella, pero se confió demasiado en sus posibilidades y uno de ellos, oculto bajo un estante, desequilibró su zancada precipitándose al suelo.
La sujetaron los brazos y las piernas y a continuación, un infectado fue arrancando uno por uno todos los piercings de su atlético cuerpo. Los chillidos de dolor de la mujer no frenaron aquella carnicería. Pude ver con el rabillo del ojo que le estaban cortando las extremidades a la altura de las articulaciones. La mujer dejó de gritar.