Día 6
El
amanecer llenó de luz el auditorio. La claridad penetró por las pequeñas
ventanas y pudimos observar con más detalle, los resultados de la noche
anterior. El rostro de la mujer a la que había matado estaba totalmente
destrozado. Su nariz estaba hundida como la de un boxeador, la mayor parte de
su dentadura se esparcía por el suelo, y parte de su masa cerebral brotaba por
un lateral del cráneo. El resto de su cara estaba oculta bajo litros de sangre
espesa.
Retiramos
silenciosamente los enseres que bloqueaban la puerta de entrada al auditorio.
Fuera no escuchamos movimientos, por lo que decidimos salir al exterior del
edificio. Nos dirigimos hacia la Gran Vía y los cadáveres continuaban
obstaculizando el paso; sobre todo por su insoportable hedor que causaba mareos
y vómitos en la más pequeña del grupo.
Algunos
cuerpos estaban cubiertos por panfletos informativos, y no eran los que había
leído en el Paseo del Prado, éstos pertenecían a la OTAN. Informaban que la
mayoría de los países de la unión europea, estaban restableciendo el orden y
que el brote epidemiológico había
cesado en su propagación al aislar poblaciones para su cuarentena. Continuaba dando
instrucciones a los posibles supervivientes para su pronto rescate y que Madrid
no sería arrasada, porque un equipo médico especializado debía localizar al
paciente cero. Esta información fue arrojada vía aérea la noche anterior sin
darnos cuenta; presumiblemente por aviones militares silenciosos.
Un
estridente sonido proveniente de mi mochila, paralizó al grupo. Sus rostros dibujaron
pánico. El eco delataba nuestra posición. Se trataba de la alarma del móvil de
la mujer a la que había abatido en el auditorio. Lo guardé porque aún
conservaba un 15% de batería y serviría de localizador S.O.S. En cuestión de
segundo, centenares de infectados aparecieron por todas partes. Corrimos hacia
la única dirección despejada, a Plaza
Callao.
Por
delante de mí, la joven anarquista tiraba de la niña y del chico, pero perdí de
vista al joven de color. Un infectado lo había derribado unos metros por
detrás. Se trataba del que había sido nuestro líder. Con sus propias manos
abrió el estómago del joven y comenzó a comerse sus órganos aún estando vivo.
Los gritos de dolor eran indescriptibles, no había precedentes a ese sonido.
El
edificio comercial Fnac era nuestra única vía de escape.
-Espera
por ahí no-gritó la joven tatuada- Mejor vamos a los almacenes, que son de
acceso restringido. Conozco el camino, trabajé aquí unas navidades.
El
chico me tradujo lo que decía y bajamos a la planta baja del edificio, la
sección de electrónica. Al fondo había una puerta metálica pesada donde se
estampaba la siguiente frase; “sólo personal autorizado” y en lugar de tener
cerradura, tenía un pequeño cuadro numérico de seguridad.
-¡Mierda!
Lo había olvidado. Esta puta mierda de seguridad-dijo la joven- Seguramente
habrán cambiado el código. Vamos a los vestuarios, quizás en una taquilla algún
imbécil habrá dejado su código.
Mientras
el chico me indicaba, la muchacha probó suerte con su contraseña, pero saltó la
luz roja.
Afortunadamente
los vestuarios se encontraban próximos a nosotros. La chica comenzó a patalear
todas las taquillas y fuimos una por una registrando su interior.
-¡Bingo!-
dijo la joven.
En
la puerta de una de ellas, un trabajador había anotado su código con rotulador
negro. La chica lo memorizó y volvimos a prisa, pero había varios infectados
justo en medio del recorrido hacia la puerta.
-¡Eh
chico!-dijo la joven- Vamos hacer lo siguiente. Yo les distraigo y vosotros
vais hacia la puerta. La mujer anotó el código en mi mano, cogió un portátil de
una estantería y comenzó a golpearlo contra la pared. Los infectados reaccionaron
al estruendo y por sus gestos, parecían muy molestos.
Picaron
el anzuelo, y abrieron un estrecho pasillo, lo suficiente para llegar hasta el
objetivo. Introduje el código y la puerta se abrió. Los pequeños entraron
primero, y yo sostuve el portón para evitar que se cerrara. Tenía que comprobar
que la muchacha lograra venir sana y salva sin que le infectaran; era un riesgo
porque ella sabía el código.
La
juventud y su buen estado físico, agotaban a los infectados que corrían sin
descanso tras ella, pero se confió demasiado en sus posibilidades y uno de
ellos, oculto bajo un estante, desequilibró su zancada precipitándose al suelo.
La
sujetaron los brazos y las piernas y a continuación, un infectado fue
arrancando uno por uno todos los piercings de su atlético cuerpo. Los chillidos
de dolor de la mujer no frenaron aquella carnicería. Pude ver con el rabillo
del ojo que le estaban cortando las extremidades a la altura de las
articulaciones. La mujer dejó de gritar.
Hola Desi. Éste me ha resultado un poco visceral para mi gusto. Pero para gustos, colores.
ResponderEliminarCreo que en el paciente cero, está el dilema de como se creo la pandemia, y la solución a ella.
Hola Jose, efectivamente la clave esta en el paciente cero. Pronto lo averiguaremos.
ResponderEliminarGracias por los comentarios.